En 2019, durante un viaje solitario por California, fui testigo de una escena en Los Ángeles que me impactó profundamente. Por cada calle, vi tiendas de campaña desgastadas y personas afectadas por la droga y el alcohol, gritando y llorando, perdidas y abandonadas a plena luz del día, no muy lejos de los rascacielos de Hollywood y Sunset Boulevard. La riqueza y el despilfarro convivían con la pobreza extrema, las armas y las limusinas. Me perturbó la normalidad con la que personas con ataques psicóticos compartían el espacio con familias trabajadoras, niños regresando del colegio y turistas buscando diversión.

Este fenómeno social en aumento, con múltiples causas como el encarecimiento de la vivienda y los productos, la precariedad laboral y la pérdida de poder adquisitivo de la clase media, agrava la brecha entre ricos y pobres. Eventos como la pérdida de un trabajo, problemas de salud mental o física, o el abuso de sustancias, pueden poner a alguien en riesgo de quedarse sin hogar, haciendo que los problemas sean aún más difíciles de resolver y cayendo en un círculo vicioso. Una persona sin hogar se convierte en un paria, una molestia, un desecho social. Incluso, el mobiliario urbano en algunas ciudades ha sido diseñado para impedir que las personas sin techo tengan un lugar para refugiarse y descansar.

La vida en la calle es una de las experiencias más difíciles y desgarradoras que un ser humano puede experimentar. En España, cada vez son más las personas que se encuentran en la calle, sean deshauciadas por los bancos, incapaces de pagar las facturas de energía, o refugiadas de países en guerra, buscando una oportunidad para una vida digna.